viernes, 8 de marzo de 2013

Adiós a Cristóbal Riesco Hernández


Se nos fue Cristóbal el pasado sábado 2 de marzo. 18 años de profesor de Lengua y Literatura en este Instituto hasta el curso pasado. Casi nada.

El golpe de su adiós me ha empujado, como una necesidad profunda, a rendirle un pequeño homenaje público desde esta revista. Y lo hago sabiéndome portavoz del sentir de todos mis compañeros y de los alumnos que le conocieron.

Y es que con su puesto de profesor y Jefe de Departamento de Lengua aún caliente en el centro, con el vivo recuerdo de su participación en muchas de las actividades complementarias en que coincidimos, siempre con la animación a la lectura por medio, muchos no nos sentiríamos dignos del recuerdo de su amistad sin dejar constancia de su ofrecimiento y entrega, siempre solícito y dispuesto a echar una mano en lo que fuera, tanto en la dinamización de la Biblioteca, como en la preparación y publicación de Activa.T, la hermana en papel de Activa.TIC.

Lector exigente y primoroso, era nuestra garantía de que ninguna falta, error o errata se colara en su publicación todos los meses de mayo de los últimos cursos.

Le gustaba permanecer siempre en segundo plano, siempre discreto y dialogante, y a muchos nos daba lecciones de su sabiduría, su seriedad y su compromiso con el hermoso oficio de profesor.

Lo nuestro, tengo que decirlo, era un amistoso compañerismo desde la discrepancia, tanto en asuntos ideológicos, como en lo que tiene que ver con la innovación educativa y las TIC. Pero por eso mismo fue siempre un enriquecedor privilegio intercambiar, debatir y discrepar con él, pues, si algo le caracterizaba en estos asuntos, fue su falta de dogmatismo y su apertura mental, propia del sentido más profundo del liberal, esa hermosa palabra inventada en este país, y ahora pervertida por los que la asumen como el eufemismo reductor de la ley de la selva.

Una pequeña anécdota resume, creo que perfectamente, nuestras discrepancias y, a la vez, nuestra coincidencia en lo básico. La he utilizado con su permiso en alguna charla sobre el nuevo rol que el siglo de la opulencia informacional exige al profesor. 

Estaba aquel día de hace 3 ó 4 cursos en la Biblioteca del Instituto con un grupo difícil de 2º ESO,  con algunos alumnos de esos que solemos ver esperando cita a la puerta de Jefatura de Estudios por algún que otro problemilla. Y estaban allí como hay que estar en estos sitios, en un profundo silencio, cada uno delante de un libro navegando por otros mundos, absortos en la magia de esas palabras que amplían nuestra experiencia personal. Él estaba allí con los brazos cruzados, recostado de pie contra la estantería desde la que los observaba. Cuando me acerqué para comentarle en voz baja lo admirable del espectáculo que estaba propiciando, me dice quejoso que se siente mal, que le parece que no está trabajando estando allí de aquella forma, en silencio, sin "dar clase", mientras sus alumnos leían.

Desde su profundo sentido del deber, no se atrevía a asumir que eso, entre otras cosas, era lo que nos estaban demandando aquellos alumnos: el entrenamiento en el silencio profundo que da la lectura personal, una experiencia antinatural que solo la escuela puede propiciar en un mundo abocado a la rapidez y superficialidad, al salto y al picoteo, incapaz de parar, mirar y oír desde las estancias profundas en las que construimos nuestra independencia de criterio, nuestra emancipación personal.

Ese era Cristóbal, un profesor exigente, siempre empezando por sí mismo. Tanto era así, que solo después de mucho tiempo de hablar con él supe que escribía. Todavía tuve que esperar mucho más para que me dejara leer aquella continuación de la vida de Lázaro de Tormes de la que me hablaba. Y cuando lo hizo, todavía se excusaba por ocupar algunos ratos de mi tiempo.

Aquella obra amenizó varias de mis noches lectoras con un humor que no sé calificar, pero que contrastaba notablemente con su seriedad y formalidad social. Convencido de su valor, fui yo, precisamente, quien desde ese momento aprovechaba cualquier ocasión para animarle a que mandara el libro a algunas editoriales, al Ayuntamiento o a la misma Diputación de Salamanca, siempre necesitados de motivos para promover las visitas a nuestra ciudad. Pero nada, nunca conseguí que aquel manuscrito saliera a mostrar su valor. 

Al final le convencí para que lo registrara y lo publicara por su cuenta en Bubok, una página de edición online muy conocida, aunque nada más fuera para poder compartirlo con sus amigos. La jubilación, me comentó ilusionado el curso pasado, le iba a permitir contar con tiempo suficiente para retomar esa vieja y secreta afición suya a escribir, emulando siempre el rigor de autores tan queridos para él como Lobo Antúnez.

Ahora, gracias a mi pesada insistencia, puedo decir sin caer en el tópico que , junto a su recuerdo de compañero y amigo de muchos años, nos quedarán también sus palabras, recogidas en las dos obras que nos ha dejado, “La vida nueva de Lázaro de Tormes” y su “Viccionario”.

También en su página personal de Bubok él mismo nos recuerda algunas notas de su biografía y las obras que nos deja.

Hasta siempre, compañero y amigo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por tus palabras y sobre todo por tu insistencia en la publicación de sus libros,con ellos nos deja un trocito suyo.
Tu sobrina que no te olvidará nunca.
Maribel

Anónimo dijo...

Gracias, Ángel, por ser nuestro portavoz en esta bonita y muy justa semblanza de nuestro querido Cristobal y por haber conseguido que, finalmente, publicara sus obras.
Yo sospechaba algo de su talento literario por las muestras del Viccionario que había publicado en algunos Activa-T, pero "La vida nueva de Lázaro de Tormes” es un auténtico hallazgo, de un humor y una calidad excepcional, que nos lo mantendrá vivo en el recuerdo.
Alicia

Rosa dijo...

Cristobal, desde Ciudad Rodrigo te admiraba por tu humildad, coherencia y humanidad. Mi recuerdo y mi apoyo a tu familia.